lunes, julio 12, 2004

Aviso a mis lectoras: a partir de ahora voy a actualizar más bien poco, al menos hasta que pase el huracán Benicàssim, D-P, The Corrs y las otras veinte mil cosas que tengo que hacer este mes de julio. De hecho, este mismo post ha sido interrumpido por una reunión inesperada.
Pero tengo que contar, aunque sea fugazmente, lo que me ha pasado este fin de semana. Pinchaba en Collado Villalba, en una fiesta de pijos de mediana edad. O sea, que por lo menos pagaban bien. Puedes aplicar tu estereotipo de fiesta de pijos madrileños de mediana edad, con chacha sudamericana, camareras vestidas de negro e invitados con collares hawaianos incluidos: en una película los protagonistas serían Antonio Resines y María Barranco.
Al llegar, el equipo no funcionaba. Tras un buen rato tratando de aislar el problema, los técnicos nos dieron la opción de prestarnos un ampli de guitarra del concierto que tenían allí mismo, en Villalba. Antonio Resines, o su álter ego de Villalba, me acompañó al campo de fútbol para recoger el ampli. Volvimos al chalé, y sacamos adelante la fiesta. Un coñazo de fiesta, por cierto.
Pero lo peor era saber que, mientras yo seguía en aquel chalé sufriendo las conversaciones insustanciales de las señoras y sus maridos, o viendo los bailes ridículos y el lujo superficial que nos rodeaba, a pocos minutos de allí estaba actuando el gran, el enorme, el inconmensurable Isaac Hayes. A eso lo llamo yo estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Por los pelos, aunque sea. Qué cruel puede llegar a ser el destino.
Debo reconocer que lo poco que pude escuchar del concierto del Moisés Negro no auguraba una noche especialmente memorable, pero eso no tiene nada que ver. El concepto, eso es lo que importa.